La amenaza de Ak’ton by Glenn Parrish

La amenaza de Ak’ton by Glenn Parrish

autor:Glenn Parrish [Parrish, Glenn]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 1981-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO II

Martin se levantó de un salto y corrió hacia la ventana.

—¿Ese? —dijo con acento de incredulidad.

—Sí, el mismo.

—Está bien, deja que me encargue de recibirlo. Quítense todos de la vista, rápido —ordenó Martin.

York, Nerea y el profesor se situaron al otro lado de la puerta. Martin abrió, con la mejor de sus sonrisas.

—Buenas tardes —saludó cortésmente—. ¿Desea algo?

El hombre se mantuvo impasible.

—¿Es usted Shatto York?

—En efecto, amigo. ¿Qué quiere de mí?

—Tiene que acompañarme, señor York.

—¿Adonde?

—Eso no le importa. Sígame.

—Un momento, hermano. ¿Es usted policía?

—No tengo por qué contestar a sus preguntas. Le ordeno que me acompañe —insistió el joven.

—Y si me niego, ¿qué sucederá?

—Lo sabrá en seguida.

El hombre metió la mano en el interior de la cazadora que vestía. Rápido como el pensamiento, Martin alargó la mano, agarró el brazo del sujeto y dio un potente tirón hacia adentro.

El hombre penetró violentamente, dando una voltereta en el aire, que le hizo perder la caja que pendía de su hombro. York supuso que debía apoyar a su amigo y cerró de golpe.

Luego, cuando vio que el intruso empezaba a levantarse, disparó el pie y le golpeó en el mentón.

—¡Bravo, Shatto! —gritó Martin.

La cabeza del intruso fue despedida hacia atrás, pero su recuperación fue sorprendentemente rápida y no menos violenta. Poniéndose en pie de un salto, movió los dos brazos a la vez. York y el coronel retrocedieron hasta chocar contra la pared del fondo.

Nerea, aterrada, gritó. Lowett, aturdido, no acababa de reaccionar debidamente.

En los ojos del intruso brilló un fuego demencial. A pesar de todo, los dos terrestres volvieron a la carga y se le arrojaron encima. Durante unos momentos, el grupo fue de un lado para otro, tropezando con los muebles y derribando objetos menores con gran estrépito. Pero York comenzó a darse cuenta de que, si no hacían algo, tenían perdida la partida.

Cayeron al suelo en confuso montón y continuaron golpeándose con saña. A pesar de todo, el intruso parecía llevar la mejor parte.

De pronto, York creyó haber encontrado la solución.

—¡Nerea, la cámara! —gritó—. ¡El flash!

Ella comprendió en el acto y echó a correr hacia el escritorio de su esposo. Muchas veces, salían de excursión y tomaban fotografías, porque a Nerea le gustaba conservar imágenes de lugares de la Tierra, que para ella tenían un gran atractivo. En ocasiones, las fotografías debían ser tomadas en interiores y para ello disponían de un flash de gran potencia.

York, mientras forcejeaba, suponía que los extraterrestres habían superado en gran parte su cromofobia. Pero, a pesar de todo, aún debían de conservar cierta debilidad en su sistema óptico.

Nerea regresó y disparó un fogonazo.

El intruso aulló horriblemente.

—¡Sigue, sigue! ¡A los ojos! —clamó el joven.

El flash se incendió repetidas veces, con potentes resplandores que equivalían, en cada caso, a millares de bujías. Los alaridos del intruso se hicieron ensordecedores.

De pronto, dejó de luchar y quedó en el suelo, encogido sobre sí mismo, cubriéndose la cara con las manos. Ahora, sus gritos se habían transformado en sonidos semejantes a sollozos. Parecía tan indefenso como un recién nacido.



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